tabaleters

Jun 9, 2021 | Teoría, Tradiciones

De cuando éramos “tabaleters”

José Vicente Peiró

Profesor de Literatura de la Universidad de Valencia

El mundo de la ‘dolçaina’ ha avanzado a pasos agigantados de forma impensable hace cuarenta años. La técnica y la composición se han aliado a la búsqueda de la perfección instrumental, un objetivo perseguido históricamente. Diríamos que se ha logrado la dignificación del instrumento y el haberlo incrustado sigilosamente en la llamada música culta, luchando hasta contra los músicólogos y críticos que lo consideran menor o demasiado estridente, una opinión defendida frente a la anterior con tal de no admitir un instrumento popular y artesanal entre los considerados clásicos, algo injusto porque la música no es el medio sino el fin. Deben entenderse que igual de importantes son el emisor, el medio y el receptor.

Este relato es subjetividad. La memoria a veces es selectiva pero no es mi caso, puesto que lo contado son hechos objetivos. Solo la percepción es personal y, por tanto, susceptible de debate; ese eterno debate en que se sumerge el papel actual de la ‘dolçaina’ valenciana dentro de la música. Es la visión de quien ha vivido desde hace décadas en su interior, viendo pasar a muchas personas por un mundillo escasamente valorado y que en la actualidad merece un análisis desde la perspectiva del observador de sus caminos nuevos o reciclados.

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A principios de los años ochenta del siglo pasado nos dedicábamos fundamentalmente a acompañar la fiesta, encabezar procesiones o amenizar veladas. Se luchaba por la supervivencia.

A principios de los años ochenta del siglo pasado nos dedicábamos fundamentalmente a acompañar la fiesta, encabezar procesiones o amenizar veladas. Se luchaba por la supervivencia. A finales de los noventa por su regularización como instrumento con estudios musicales al menos de grado medio. Hoy en día, desde que la Federació Valenciana de Dolçainers i Tabaleters se creó en 1997, presidida actualmente con una dedicación loable por Juan José Trilles, hay una organización establecida, pautas de trabajo, archivos, comunicación, un mayor intercambio entre músicos y, sobre todo, un aumento muy notable de grupos y de personas, con la particularidad de la notable incorporación de mujeres al instrumento, aunque siempre ha habido mujeres en los grupos a los que he pertenecido y convendría no olvidar la labor de estas pioneras hoy bastante olvidadas, a lo mejor porque no se desea recordarlas o porque no fueron “profesionales”. Incluso hay subvenciones obtenidas por conciertos de intercambio que favorecen la transmisión de conocimientos y estilos, aportando un grano arena a la cultura, un bien esencial no suficientemente  reconocido por una sociedad actual que le da la espalda al conocimiento y a la sensibilidad artística.

Quien se ha incorporado a este mundillo a partir de finales de los años noventa ve la situación de la ‘dolçaina’ normalizada. La parecerá normal tener profesores reconocidos. Pero el pasado no fue fácil. Solo cabe recordar la lucha por conseguir establecer los estudios reglados en el Conservatorio Municipal José Iturbi de Valencia o la provisionalidad de la plaza de Xavier Richart durante años. Aunque quiero irme más atrás: al momento en que prevalecía el voluntarismo y las actitudes individuales. Hubo un pasado y sería muy importante rescatar testimonios de aquellas personas para que queden en la memoria colectiva en algún archivo, ahora que todo se digitaliza. Antes de que desaparezcan, porque esto forma parte de la memoria histórica de todos nosotros y de la cultura de un pueblo.

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A finales de los noventa por su regularización como instrumento con estudios musicales al menos de grado medio. Hoy en día, desde que la Federació Valenciana de Dolçainers i Tabaleters se creó en 1997, presidida actualmente con una dedicación loable por Juan José Trilles.

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Relato Personal

Empiezo con el relato personal. Cuando en el año 1982 inicié mi periplo como ‘tabaleter’ en la falla El Cudol de la ciudad de València no teníamos una motivación estrictamente musical. Éramos un grupo de amigos de distintas generaciones convivientes en una asociación festiva. Tratábamos de ocupar nuestro tiempo libre con una actividad atractiva y arrastrados por una moda de recuperación y divulgación de nuestros signos de identidad valenciana. O simplemente divertirnos. Disfrutábamos aprendiendo y los ensayos tenían las virtudes del amateurismo, caracterizado por las no demasiadas pretensiones en el aprendizaje. Se tocaba porque se pasaba bien. El maestro Enric Gironés se esforzaba con personas que en su vida habían estudiado música ni conocían qué era una clave de sol. Había quien era un virtuoso simplemente porque sabía leer una partitura. Pero la mayor parte no había estudiado música en el colegio, como las nuevas generaciones, y debía aprenderse las notas de memoria como si fueran las declinaciones del latín. Los tabaleters memorizaban ritmos sencillos y Enric Gironés recitaba melodías con letras graciosas para aprenderlos. La cabalgata era “quiero que te pongas colorada, quiero que te pongas colorá”. La mayor parte de las partituras de ‘dolçaina’ estaban escritas a mano por el propio maestro y algunas en un método de aprendizaje de Joan Blasco bastante simple. Y pedir una partitura de ‘tabalet’ era como encontrar un elefante africano en Siberia.

Había otros grupos como El Cudol nacidos de fallas o de amigos en la ciudad. Uno era L’Estai, que también radicaba en el barrio de Torrefiel. Ellos ensayaban en el colegio y nosotros en el casal de la falla. Los destinos estaban más que unidos, y no solo por tener el mismo maestro y compartir actuaciones, como solía ocurrir en aquel mundo de la ‘dolçaina’. El tiempo fusionó a ambos, cuando, como suele ocurrir en las fallas, se molesta a quien prefiere jugar al parchís a una actividad cultural ruidosa: la dolçaina es molesta cuando has de desarrollar tanto el cerebro.

Un servidor empezó a realizar actuaciones con ‘dolçainers’ de otros lares. Joan Blasco dominaba en la ciudad de Valencia pero ya existían grupos como Benibarralet con músicos de talla que poco a poco ocuparían el primer plano. Algunas fallas tenían su colla, como la de Monteolivete. En la provincia destacaban Xavier Ahuir en Meliana, luego en Al Tall, siempre los de Algemesí, referentes para todos, y grupos como el formando en El Puig, que incluso grabaron un casete. Más arriba deslumbraba Pasqualet de Vila-real, tristemente desaparecido hace un año. Cuando salías hacia el sur de Valencia encontrabas ‘dolçainers’ míticos como los hermanos Boronat de Callosa d’Ensarrià, los de Bocairent, siempre con el añorado Joan Martínez entre ellos, en Ontinyent, a quienes luego veríamos en El Regall, y La Xafigà de Muro del Alcoi, hermanos que empezaron a la vez que nosotros. Con ellos estrenamos en 1985 la marcha mora que continúa siendo la más representativa entre las compuestas expresamente para ‘dolçaina’, firmada de manera colectiva por el grupo, ‘Xavier el coixo’, para la filà Tariks. Dos años después, Paco Vicedo, entonces presidente y buen ‘dolçainer’, era capitán cristiano de la filà Maseros, y Enric Gironès le compuso la marcha ‘Vicedo capità’ que también estrenamos con ellos en Muro.

Todas las experiencias conjuntas se debieron a que en el fondo éramos pocos en el mundillo. Nos conocíamos casi todos. De repente estabas tocando ‘albaes’ con Xavier Ahuir como con Ramon Garcia o Xavier Richart de Algemesí, o haciendo pasacalles con un tal Genaro, con quien solo coincidí una vez. Josemi Sánchez, estudioso de la música popular y hoy gran ‘versaor’ empezaba, y asistíamos a sus clases. Mi ‘dolçainer’ habitual era Ximo Llorca de Torrefiel, aunque también era habitual verme con alguien que ve esta etapa del pasado con perplejidad. Era Apa, Josep Aparicio, el gran ‘cantaor’ maestro de ‘albaes’ y posiblemente el mejor. Sí, tuvo una época como ‘dolçainer’.

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POCOS EN EL “MUNDILLO”

Éramos pocos ‘tabaleters’ que supiésemos casi todos los ritmos. Vicent Borràs era el referente y sigue siéndolo. A bastantes no los he vuelto a ver desde aquellos años. Los ‘tabaleters’ de hoy son más técnicos y menos sucios, pero la mayoría no tienen la resistencia de aquella época, donde un acto podía durar cuatro horas sin parar. Los veteranos sabemos lo que cuesta un ritmo de Bocairent seguido sin solución de continuidad. Pero mejorábamos nuestra técnica también, con ejercicios de percusión para caja. Creo que el manual a mano de Borràs fue el primero de ‘tabalat’ que vimos con los ritmos que tantas veces habíamos ejecutado.

Nos profesionalizamos pero en el fondo conservábamos el espíritu amateur. Nuestro repertorio solía ser festivo, el de la época: pasacalles populares, procesiones, tocatas, bailes folclóricos y ‘dançà’, marchas de moros y cristianos o ‘albaes’. Bueno, y ritmos caribeños o batucada, que no éramos mancos. Y también bodas, donde tocábamos de oído la marcha nupcial de Wagner sin meditar mucho el ritmo de acompañamiento, uniendo nuestros toques con las notas que sonaban. El espacio de la ‘dolçaina’ era reducido y siempre destinado a la tradición, a abrir comitivas o a divertir al personal. Pero empezábamos a subir a un escenario. El repertorio empezaba a ampliarse poniendo timbales para alguna marcha mora. Y bombo, caja y platos. Sacrilegio, decían los puristas, como si los hermanos Boronat no tocaran con caja. El concierto de un ‘aplec’ era lo máximo y hoy es costumbre. El dolçainer de Tales nos marcó, como tocar con grupos de Teatro de Calle como Xarxa Teatre, L’Om, Màscara o Brahms.

Las clases de ‘dolçaina’ y ‘tabal’ se extendían por la geografía valenciana. Yo mismo contribuí desde la docencia a la creación de algún grupo y algunos de mis alumnos continúan. Ayudamos a la creación de la escuela en Castellón. El ambiente se había profesionalizado aún más desde los conservatorios municipales. El profesorado se  estabilizaba, fuera en el ámbito público o privado. La ‘dolçaina’ se incorporó a bandas y orquestas en escenarios como el Palau de la Música de València con una utilidad solista y raramente sinfónica. Algunos podían vivir de ella. Otros teníamos trabajos estables y seguíamos siendo “profesionales a tiempo parcial”. Incluso  los CD se vendían y parecía obligatorio haber grabado alguno. Hoy está todo en YouTube.

Valgan estos testimonios como reflexión mirando al presente. Hoy en día la ‘dolçaina’ y el ‘tabal’ son muy técnicos y pulcros. Ya casi nadie toca de oído afortunadamente. Lo oral y la escucha de la grabación han quedado desplazados por la partitura y el conocimiento. Se le añaden otros instrumentos ajenos. El ‘tabal’ es marginal entre todo el aparato de percusión. Es encantador escuchar a un buen grupo. Pero algunos conciertos de colles estables me dejan indiferente porque la técnica y el virtuosismo se han comido a la melodía. Da gusto oír música clásica adaptada a la ‘dolçaina’, pero cuando la conoces bien te das cuenta de la pérdida de identidad del instrumento y el excesivo lucimiento vanidoso de algunos solistas. Escucho piezas y me pregunto si no son meros ejercicios para un examen o un concurso. Sus partituras están llenas de trampas de examinador de Tráfico. En algunas falta algo tan fundamental como el estribillo o el carácter melódico. Técnicamente, los intérpretes son perfectos: tienen potencia, el “morro” necesario, digitalización de pianista, cuidado físico del instrumento, dominio del diafragma y preparación bucal. Las composiciones son cada día más complejas, con disonancias incluso. Sin embargo, no me llegan al alma. ¿Se está pensando en que se compone para que se nos escuche?

Tengo la suerte de pertenecer a un grupo donde el compositor y director entiende que el público ha de disfrutar tanto como el intérprete, Antoni de la Asunción. Siempre encuentras la melodía en sus obras, no solo en los pasodobles. Y eso es lo que añoro de otros compositores. Hoy en día la aparición de un grupo de ‘dolçaina’ es espectacular. Pero sigue siendo ‘Xavier el Coixo’, la marcha mora por excelencia y ‘La Moixeranga’ d’Algemesí bien tocada y afinada la que nos pone la carne de gallina, frente a otras composiciones complejas que pasan al olvido después de escucharlas. He aquí el mejor ejemplo de que el culto actual al instrumento debería recuperar algo que nunca debe faltar en el arte: el alma. Y se consigue conectando con el público. Sonar de maravilla y que los conocidos te feliciten no basta. No se trata de volver atrás, Dios me libre. Nunca. Se trata de no perder el sentido de un instrumento que nunca podrá sonar como un violín ni llegar a sus virtuosismos por sus limitaciones pero que tiene un lugar en la historia de la música.

Afortunadamente, hoy en día tenemos webs e Internet, redes sociales y tecnología. Durante años se ha investigado hasta el material del instrumento. No conviene olvidar a quienes encuentran lo que buscan en el ordenador que antes hubo quien ensayó con una cuerda de algodón en lugar de aquella de plástico de los primeros ‘tabalets’ artesanales de los ochenta. Que los tensores fabricados ahora ya existieron (conservo algunos), pero no tenían la perfección de los actuales. Sería conveniente para el mundo de la ‘dolçaina’ evitar la caída en la hipervaloración. Habrá que repetirle a los más jóvenes que todo no fue tan sencillo y que no hay que mirarse al ombligo ni creerse Beethoven.

Conviene reflexionar y evitar la caída en la endogamia propia de otros sectores culturales. El mundo de la ‘dolçaina’ es amplio y autosuficiente. Pero debería repensarse antes de morir de éxito. ¿Todo lo nuevo que tocamos queda en la memoria del público? He dicho, todo lo nuevo. Porque la ‘dolçaina’ seguirá siendo atractiva si no pierde su esencia y ensancha su práctica con buenas melodías. Y el ‘tabalet’, ese eterno olvidado con el que pueden realizarse maravillas. Por experiencia lo afirmo.

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